Hace ya algunos años, cuando todavía no había puertas en el campo y se podía circular con vehículos a motor por todos los caminos, un amigo que comparte conmigo algunas aficiones, me invitó a montarme en su todoterreno para enseñarme algo asombroso. Tengo que decir que mi amigo tiene una adicción: le gustan los “subidones” naturales porque tiene la necesidad de descargar grandes dosis de adrenalina para sentirse vivo. Recorrimos —a más velocidad de la deseada por mí— auténticos arenales, entre estrechos pasillos de pinos; y después de bajar una duna con una pendiente considerable, llegamos al borde de un acantilado, donde frenó bruscamente.
Mi amigo sacó del coche una silla de playa y me dijo:
—Siéntate y observa.
Después de haber pasado por aquella situación de riesgo, se me ocurrió decirle varias cosas desagradables, pero no era capaz de articular una palabra y me senté sin rechistar. Al rato mi amigo me dijo, con la vista perdida en el horizonte:
—¿Qué sientes?
Y yo, que aún tenía los testículos en las amígdalas, le respondí:
—Tengo la sensación de estar en las mismas puertas del paraíso.