He de
confesar que soy un buscador. Siempre ando al acecho de algo, ya pueden ser
imágenes, ideas o cualquier invento, y que cuando me han enseñado a buscar
objetos, la cosa se me ha dado bien, gurumelos, espárragos, almejas, navajas,
coquinas cuando se podía y con permiso del SEPRONA, por supuesto.
También
confieso que me da envidia ver que alguien busca o espera algo, por ejemplo un
pescador con su caña y yo sin hacer nada. Pues lo mismo me pasa con los dos
hombres de la foto. El que no busca, poco encuentra.
A mí, verlos me da
nostalgia, me recuerda a las fotos de los buscadores de oro paleando arena en
el río Klondike en Alaska, o los que
llegaron con la fiebre del oro a California a mediados del siglo XIX, tamizando
con su cedazo en las orillas del Sacramento, a la espera de hallar una pepita
dorada que los retirase del durísimo trabajo, poder comprarse una granja y dejar
pasar el tiempo.
La
diferencia fundamental entre los unos y los otros es que los primeros buscaban lo que la
naturaleza había engendrado a base de años, nuestros amigos buscan lo que los
despistados perdemos, monedas, cadenas, anillos y otros pertrechos. Es como lo
que antes comentaba de la caña, no sabes qué pescado te va a entrar, grande,
chico o plano. Lo mejor es la sorpresa, es el premio.
Quiero
recordar, que antes de que entrara la normativa de las anillas pegadas a las
latas, los pobres cavaban con el escardillo, cuando tras el barrido magnético
de su utensilio, los cascos habían emitido un pitido, siendo el noventa y nueve
por ciento de los hallazgos una puñetera anilla.
He de
puntualizar que la detección de metales
en las playas Españolas está permitida, con el correspondiente permiso y que en
Andalucía existen hasta concursos federativos.
Les
deseo a estos madrugadores buscadores, ya que solo lo hacen cuando hay pocas
personas, a fin de no molestar, aficionados al que para mí es un buen deporte,
o algún día lo será, que encuentren el segundo mejor de los tesoros. El primero
ya lo tienen, la ilusión.
Federico Soubrier.