Ya hace más de un año que las observo. Las veo cuando emprendo el camino hacia el trabajo a las siete de la mañana y también si lo hago a las ocho. A la vuelta, a mediodía, las busco pero nunca están. Las imagino por esos campos picoteando semillas o bebiendo en un arroyo, inquietas, mientras tragan un “buchito” de agua. Al caer la tarde han vuelto de nuevo y se colocan allí en los cables, como notas de un pentagrama, dibujando cada día una nueva sinfonía.
Creo que nadie de mi generación se habrá quedado sin ver El Libro de la Selva y mucho menos si es madre o padre; estas palomas, no por su aspecto, sino por su comportamiento me recuerdan de manera especial a los buitres que, desde el árbol, contemplaban el devenir de la selva y, además, tenían la capacidad de hablar, incluso con acento mejicano.
La verdad es que me costó trabajo realizar las fotografías sin espantarlas, quería que se viera la rotonda y, a la vez, a ellas, las estrellas del espectáculo, ni muy cerca ni muy lejos la zona y las artistas; por fin lo conseguí, al menos para mi gusto, para tener mi recuerdo, sé que habrá quien no me entienda, pero cuando escribes es porque inventas, porque te vienen historias y está claro que no hablan, pero indudablemente ven, y ven a menudo lo mismo, y si están ahí es porque les gusta o el cuchicheo o el devenir de esta localidad, que es tan especial que podría ser gobernada por un bando “de palomas”, que tras tanto observar se conocen sus interioridades al dedillo.
Federico Soubrier García