Decidí
ir al Vigía y echar un rato de pesca. Me pasé a comprar una caja de lombrices,
cogí una caña corta, un cascabel y poco más; en un cuarto de hora aparcaba el
coche y andaba bajo los pinos. Me sorprendió la cantidad de excavaduras y
letrinas de conejo. Dejan sus deposiciones en ellas para marcar el territorio,
supuse que por la noche aquello sería una feria de orejas y saltos. Pronto pude
ver la majestuosa Casa del Vigía, hoy solo residencia de tordos, estorninos y
palomas. Me vino a la memoria un día hace ya demasiado tiempo en el que Antonio
Boa, posiblemente uno de los últimos vigías, me invitó a comer allí junto a su
sobrino y su hermano. Solo recuerdo un picadillo riquísimo y que parte de su trabajo
consistía en asomarse a la ventana y escribir de dónde venía el viento, su
fuerza y cómo estaba el día, una envidia con aquellas vistas, eso sí, creo que
se tiraba allí una semana entera, noche y día, en cada turno.
Una vez que llegué al
puente me sorprendió que hubiese pocos pescadores, dos hombres mayores y un
padre con dos hijos, de unos nueve y doce años. Un día algo nuboso y un
agradable viento de levante. Miré hacia la ría y pude ver el Ferry, majestuoso
y blanco, atracado a la espera de zarpar hacia Canarias, parecía un edificio.
Alguien giraría una llave de contacto ya que eructó una bola de humo negro por
su chimenea, que momentáneamente manchó el cielo.
Poco después de insertar
a dos pobres lombrices en los anzuelos empatados, lancé, fijé la caña a la
barandilla y me puse a contemplar la tremenda belleza del lugar, pinos, arenas,
la orilla húmeda por la marea baja, barcos fondeados, otros navegando, algún
velero, una Glastron, la familiar Taylor de tingladillo, un par de piraguas
también con sus respectivas piedras a modo de ancla e intentando pescar, un
mercante saliendo por poniente a la altura que esperaban los pasajeros de
Tenerife y otro entrando de levante.
Me distrajo la captura
de un pulpo que se empeñaba en pasear por el puente intentando levantarse sobre
sus ocho patas y saltar a la ría. Di de comer constantemente a los peces que no
paraban de picar astutamente sin dejarse capturar, eso sí, con un musical
tintineo cascabelero procedente del puntero. Pude ver como a la vez que se izaba
hacia el cielo una cometa roja que destacaba sobre su fondo azul, los vecinos
de la zona daban una batida con bolsas de basura recogiendo cosas y limpiando
la playa, ¡buen ejemplo!
Tras capturar una pieza que se quedó en cubo
de un chaval, nadando en el agua esperando compañía, a modo de improvisado
acuario, emprendí el camino de vuelta, oyendo como un escandaloso sapo croaba
para delimitar su territorio, volví al coche echando una última mirada a la
emblemática Casa del Vigía y regresé a casa pensando que debería volver pronto, no por una pieza más
grande, sino por otro “cacho más de
vida”, altruistamente regalado por Mazagón.
Federico Soubrier García