Él me llamó…, giré la cabeza
y vi su silueta difuminada entre los
eucaliptos del arroyo Julianejo. Paré el coche rápidamente y
todos miramos asombrados hacia aquella luz majestuosa. «¡Maestro!, ¿eres tú?»,
preguntó unos de los amigos que me acompañaba en el paseo por este Edén, al que
Dios llamó Mazagón.
«Sí, eres tú», afirmaba mi amigo,
al tiempo que asentía con la cabeza. «¡Manifiéstate!, ¡haznos llegar tu mensaje!»,
dijo con una mezcla de euforia e impaciencia.
Se sentía una brisa
marina con tono bronco y seco, quizás provocado por las olas rompiendo en
la orilla, allí donde pastan las gaviotas.
En ese mismo instante, justo
cuando estábamos observando aquel fenómeno, de repente exclamamos al unísono:
¡Coño!, ¡Joder!, ¡Puto sol, “ma dejao” ciego!
Cuando recuperamos la visión nos
miramos todos a la cara y nos partimos el culo de risa.