Era un
crío cuando mi padre me llevaba a menudo los domingos al Rastro de Madrid.
Entrábamos en él por la Plaza de Cascorro. Siempre me contaba lo valiente que
fue Eloy Gonzalo, el soldado de la estatua en la guerra de Cuba, que tres mil
cubanos rodeaban a poco más de cien españoles, que se ofreció voluntario y
consiguió prender fuego con un bidón de gasolina al cuartel general enemigo en
el pueblo de Cascorro, permitiendo ganar tiempo y que así llegasen refuerzos.
Lamentablemente lo hirieron y murió al poco tiempo.
Hoy
viendo este pequeño rastrillo, ubicado en la plaza de Odón Betanzos, cuando la
sombra y la fuente refrescan, bajo la atenta mirada de la interesada escultura,
mucho menos beligerante que la anteriormente citada, aunque dedicada a un
verdadero héroe literario, insigne rocianero, recuerdo las ventas, cantimploras
y pertrechos de soldados, relojes averiados, el trueque, las conversaciones no
menos importantes entre vendedores y compradores o simplemente interesados, y
cómo no, el impresionante colorido, el variopinto devenir de las gentes y algo
que me quedó grabado en la memoria unos años más tarde, cuando entre la
muchedumbre un amigo que llevaba a su hijo a hombros, notó que un ratero le
sustraía la cartera del bolsillo trasero del pantalón y fue capaz de capturarlo,
el cómo después dejó marchar al descuidero.
Me
resultan gratas estas pequeñas muestras de aquello que conocí, el ver las
monedas, los antiguos billetes, los discos de vinilo, los amarillentos libros y
otras tantas cosas, algunas de dudosa utilidad, pero sobre todo oír las
conversaciones, desinteresadas e interesantes, de quienes exponen sus
pertenencias a fin de trocar, vender o simplemente charlar.
Federico Soubrier García