Publicado en El Periódico de Huelva el viernes 31 de mayo de 2013
Comentaba al Capitán Salitre en una de mis
visitas a su Taberna-Museo Marino que en los noventa, tras un agosto de calor y
calma chicha, decidimos idear alguna aventura. Una pesca estaría bien; en el
bote de poliéster de mi padre y lejos. La boya de reviro, ya en mar abierta,
desde la que enfilan los buques su entrada a la ría o la salida al océano, era
nuestro objetivo. Para complicarlo más, sería de noche.
Fuimos a la playa, a la una de la madrugada. ¡Increíble!
Por primera vez en el verano había oleaje y era de rigor. Decidimos salir. Estibamos
la intendencia de la que se había encargado Pablo, habría pensado en varios
días a la deriva según la cantidad de avituallamiento. Mediante rulos desplazamos
el barco a la orilla y mientras lo botábamos mi hermano José arrancó el motor.
Saltamos dentro y comenzó la función. La proa corta la ola y va subiendo sobre
ella, media embarcación queda en el aire, después cae, pega un panzazo que
salpica todo lo de dentro y vuelta a empezar. A una milla de la boya, empapados
y achicando agua, decidimos que sería mejor ir hasta otra dentro del canal, al
abrigo del espigón.
Pingando, con unos buenos bocadillos y bebida,
aguantamos fondeados como una hora. No se dignó a picar ni un solo pez. Estábamos helados y decidimos
volver. El primer tramo fue duro, las olas nos pegaban de través y aquello
parecía las cunitas de la feria. Frente al antiguo cine enfilamos la playa
haciendo sur a caballo de las crestas. A pocos metros de alcanzar la orilla, volcamos
saltando por los aires. Afortunadamente pudimos
apagar el motor. La causa fue el impacto contra la única piedra que
posiblemente habría entre el puerto de Mazagón y Matalascañas. Se abrió un agujero en el casco
del tamaño de un melón.
Ernesto, el capitán, me relató que en los años
treinta de madrugada, en la misma boya de reviro, el vapor Virgen de la Cinta
partió en dos al pesquero San Diego, ahogándose dos pescadores y que era
obligación del Ayuntamiento de Palos de la Frontera enterrar en el cementerio
los cadáveres que aparecían en su costa. Aquella aventura podía haber ido aún
peor.
Federico Soubrier García