Como si
de Isla Tortuga se tratase, Mazagón cuenta con su exótico Puerto Barato, nombre
popular con el que se conoce la ensenada que se encuentra a poniente del Club Náutico.
Allí, fondean embarcaciones deportivas y pesqueras que no están tripuladas por
piratas ni filibusteros, sino por amantes de la náutica y profesionales de la
mar que, en estos duros tiempos que corren, no pueden hacer frente a las altas
cuotas de los amarres en cómodos pantalanes.
Pasear
por esta cala contemplando el fondeadero al abrigo de los vientos de levante
constituye todo un placer, ya que se puede divisar un sinfín de estampas
marineras, siempre embellecidas con el vuelo de las gaviotas y el sereno
devenir de una familia de gatos, formada aproximadamente por seis miembros, que
puntualmente acude a su cita, recibiendo a los trasmalleros con todos los
honores, a la espera de sus codiciadas acedías, que religiosamente son
repartidas entre ellos, una a cada uno para evitar peleas, sin importar si la
jornada ha sido más o menos satisfactoria, lo cual denota la extraordinaria
bondad de nuestros hombres de la mar.
Lamentablemente
los temporales de poniente, nuestro foreño, dan a veces al traste con esta
protección estrellando las embarcaciones, a veces vivienda del marino, contra
la zona del malecón portuario, ofreciendo estampas ciertamente dantescas, como
la que nos ofrece la imagen, en la que apenas divisamos mástil y velas.
Curiosamente me apuntaba Ernesto Pérez, el Capitán Salitre, que el casco del
velero hundido se construyó de hormigón.
Como si
de un museo marino se tratase, se encuentra en la cala que se forma entre el
club náutico y un espigón de piedras de pizarra que pretende salvaguardar las
arenas de una playa novicia, una colección de chinchorros de todos los colores
y formas, utilizados por las tripulaciones para acercarse a sus fondeaderos o
desembarcar después de las largas jornadas marineras. Incluso alguna, llena de
agua, sirve de improvisado vivero a las crías de bailas y robalos que quedan
atrapadas en ella con la bajada de la marea, por buscar un buen cobijo frente a
los depredadores.
Llama
la atención cómo una antigua patera desvencijada hace las veces de armario de
redes, mientras apunta con su proa al mar queriendo volver a aquella vida de
balanceos entre las olas, aunque lentamente envejecen sus tablas secas y
olvidadas por la brea. También, la reciente fabricación de “un muerto”, cofre
relleno de hormigón que servirá de firme anclaje a algún buque y seguramente
deba su nombre a que en más de una ocasión contuvieron algún cadáver, además de
pesar como tal. Se aprecia la abundante carpintería, el uso de poliéster y
sorprende la menudencia de alguna embarcación aún más pequeña que los
maltrechos optimits, que a modo de diminuto ataúd flotante solo da cabida al
desplazamiento de un marino.
Si algo
se respira en este lugar es una sensación de libertad y reivindicación,
cercenada por alguna cadena que custodia la rampa de acceso, que a mi entender
no debería existir, pero que como el cobro de la lámina de agua, invento
recaudador de las gentes de tierra, hace de algunos marinos, piratas, mermados
de agua potable, de enchufes para recargar sus fuentes eléctricas y, sobre todo,
de una necesaria vía libre de entrada y salida a la mar.
La recomendable
visita que este entrante merece dará una grata satisfacción tanto a los que
aman la mar como a los enamorados de la naturaleza, quedando dibujado en sus
retinas y, por tanto, en su memoria el más grato de los amaneceres o quizás un
maravilloso atardecer pincelado por la figura del devenir del ferry en travesía
desde o hacia las Islas Canarias, o tal vez la perfilada silueta fantasmal de
la réplica de una antigua carabela, preferiblemente en bajamar.
Federico Soubrier García