Decía
mi bisabuelo, que era cirujano, que el hombre había perdido media mujer, y lo
hacía refiriéndose a la expectación que generaba para los de su quinta el poder
observar el tobillo de una chica cuando se bajaba de un carruaje. Se refería al
recorte que había sufrido el largo de las faldas de las señoritas modernas en muy
pocos años, sobre los sesenta. Oyendo esto de quien habría visto a menudo
cuerpos desnudos de señoras en su consulta e indudablemente en el quirófano,
ahora suelo meditar sobre qué pensaría si se diese una vuelta conmigo por las
playas de Mazagón. Seguramente quedaría alucinado al observar la belleza de
pechos descubiertos desafiando al sol y, cómo no, las curvas de las prominentes
nalgas de algunos traseros cubiertos en ocasiones con lo que por aquí
denominarían una guita.
Evidentemente
aquí me refiero, y él se refería, únicamente a la sensualidad, el erotismo y la belleza femenina. Valía,
consideración, capacidad, adaptación e integración de la mujer decantarían haber
ganado mujer y media pero, en esta ocasión, no es tema.
Le doy
la razón y me apunto a los que perdimos media, afirmándome en que la hornada de
chavales que me sucedió, la ha perdido entera. Era obligatorio e indispensable
en mi juventud que si había un grupo de chicas cercano te acercases a ellas e
intentases entablar conversación, teniendo casi ninguna importancia el que te
dieran calabazas. Hoy eso no sucede. Los chavales han debido perder testosterona,
esa que favorece el crecimiento del vello corporal y estimula el deseo. Se han
criado con el desnudo de sus madres, cuestión antes inconcebible. Se preocupan
más de su pelo y de su indumentaria que del sexo opuesto. Murió el tabú del
cuerpo femenino. Tatuajes, bíceps, depilación… se disputan con las tablets y
los móviles el espacio de interés “masculino”. Las chicas, que podemos ver los
sábados por la noche dirigiéndose al botellón, mantienen una contienda por
exhibir sus encantos de tal manera y en semejante abundancia que a veces
incluso puede rayar el mal gusto, debido a una feroz competencia por despertar
la libido de algún posible interesado.
Creo
que hemos tenido suerte los que nacimos en los cincuenta y que más valen unos
pechos bonitos que diez mil empeines. Pero no puedo evitar cada vez que vuelvo
a ver una película de John Wayne y la protagonista baja de la diligencia,
pensar qué razón tenía mi bisabuelo y dudar de alguna manera si el camino que
llevamos, a largo plazo, será el que propicie el final de nuestra especie.
Federico Soubrier García
.Publicado
en El Periódico de Huelva el 29 de agosto de 2013