Cuando conocí
a José Manuel Gómez Domínguez los relatos sobre su vida me parecieron
fascinantes. Su ingenio y sentido del humor contándome las penurias de su pasado consiguieron que noche tras noche
fuese tomando notas y al final escribiese Crónicas del Poblado Forestal de
Mazagón. Él fue documentando su historia con multitud de fotografías y cuando
me enseñó las de un desembarco norteamericano en Mazagón, las maniobras
denominadas Lanza de Acero I, me contó que sabía el sitio exacto en que dos
helicópteros de los marines habían colisionado en octubre de mil novecientos
sesenta y cuatro, muriendo nueve miembros de sus tripulaciones. Recordaba que
habían participado más de treinta mil soldados, perdiendo la vida un total de
diecisiete, cuatro de ellos españoles.
El caso
es que se ofreció a llevarnos al lugar en que se produjo el siniestro en cuanto
pasase el verano y tuviese menos trabajo en su restaurante El Refugio. Le tomé
la palabra con las dudas razonables de lidiar con un simpático bromista y
concertamos lo que denominaríamos Lanza de Acero II.
Llegado
septiembre quedamos el día seis a las seis de la tarde para realizar la
expedición. Nuestro amigo Rafael Barreno Salas, experto conocedor de todos los
temas relativos a la aviación, tanto civil como militar, se sumó sin pensarlo y
en pocos minutos, no más de veinte, nos encontrábamos por pinares cercanos al poblado
forestal.
Después
de aparcar su todoterreno en un carril, José Manuel andaba bastante más rápido
que nosotros por un cortafuegos y pronto se perdió en la maleza. La verdad es
que no esperábamos hallar nada, pero sin vacilar llegó al lugar que recordaba y
pronto localizó un par de trozos de fuselaje. Había un claro de arena entre la
vegetación donde no crecía ni una brizna de hierba y en él empezamos a divisar
todo tipo de restos, tanto de aluminio como de hierro oxidado. Nos enseñó una
especie de dinamo muy pesada y comenzamos a ver antiguas válvulas,
condensadores, cables de acero o relés. Nos llamó la atención una sección de
aluminio en la que se leía OIL…, que estaría próximo al acceso del tapón de mantenimiento
del nivel de aceite de una de las aeronaves.
Realmente
la situación era extraña y algo inquietante. Saber que allí habían fallecido nueve
personas, ver cómo quedaron fundidos bloques de metal en una aleación parecida
a un roca plateada, comprobar la oxidación de lo que fueron las hebillas de sus
cinturones de seguridad y tocar los mandos de sus emisoras, infundía una
sensación de respeto, seriedad y a la
vez alegría, dado que encontrar aquello, transcurridos cuarenta y nueve años, era
poco menos que increíble.
José
Manuel, que no paró de arañar la arena con la única ayuda de un palo, a cada
momento sacaba una nueva pieza. Sabemos que allí quedó mucho más de lo que encontramos
en poco más de media hora de búsqueda, pero volvimos muy contentos. Sin ningún
medio técnico para localizar el lugar, únicamente gracias a la memoria de
nuestro amigo y a su increíble sentido de la orientación, revivimos de alguna
manera aquel nefasto día. Comprobamos que los fuselajes eran de dos colores
diferentes, uno verde camuflaje y el otro negro, seguramente distinto en cada
uno de los helicópteros. Volvimos medio siglo atrás y presenciamos
imaginariamente aquel lamentable desastre, sorprendidos de la distancia a la
que aparecían unas piezas de otras; más de cien metros en algunos casos,
calculando cuál pudo ser la tremenda magnitud del impacto.
Ahora
nos quiere llevar a buscar los restos de un barco hundido en una de nuestras
playas, cargado de monedas de oro, del que los hombres del poblado sacaron
algunas. Tiene a gala ser el mayor archivo histórico de Mazagón y la verdad es
que acabaré por darle la razón ¿Será esta vez una broma? No lo creo. Por si acaso, vamos a ver cómo
está cotizando el preciado metal.
Federico Soubrier García.