Cuando
era un chaval veía evolucionar en el aire las bandadas de gorriones sobre los
amplios trigales en las afueras de Madrid. Con la llegada de la primavera,
cientos de crías revoloteaban en cortos vuelos y casi todos los niños capturábamos
una para tenerla de mascota en casa. Algún mayor, le cortaba un poco las puntas
de las plumas de las alas y no podían volar hasta la siguiente muda, que se
producía al año, justo cuando nacían las siguientes puestas. Entonces, el
gorrión adulto, si quería, se iba volando, aunque en muchas ocasiones se
quedaba, saliendo y entrando por la ventana a su antojo.
Hoy han
vuelto a mi memoria aquellos tiempos, comprobando como los gorriones de
Mazagón, que han perdido la vergüenza, vienen a compartir el desayuno al bar de
mi amigo Manolo. Aunque se nota que tienen preferencia por las tostadas, ya que
han sido más osados en la mesa de una clienta de al lado, tampoco le han hecho
feos a los churros, devorándolos hasta saciarse. Antes, esperaban pacientemente
en el suelo a que cayese o se les lanzase algo de comida pero ahora casi se
atreven a untarse la mantequilla en la rebanada de tu plato.
Recuerdo
que en tiempos se les acosó con las trampas, aquellos cepos de alambre con los
que todos nos hemos pillado las manos más de una vez, y cómo no, las
escopetillas de aire comprimido. Todo aquello tenía mucho que ver con el
conocido refrán “todos los pájaros comen trigo y la culpa al gorrión”.
Afortunadamente aquellos tiempos pasaron, se sancionó su matanza con mil de las
antiguas pesetas por pieza y hoy podemos compartir un rato ocioso con ellos.
No creo que esta dieta sea la más adecuada para ellos, pero bueno, dos días a
la semana tampoco es demasiado, el resto al igual que nosotros, al menos el
desayuno, se lo tienen que currar.
Curiosamente
las hembras son menos recelosas y la de la foto, además de glotona, todo un
encanto de gorrión.
Federico Soubrier García.