No quisiera haberlo visto.
No debería haber pisado sus
dieciocho metros de eslora, ni recorrido sus cuatro metros de manga y de
ninguna manera percatarme de su orgullo. No ha querido escorar ni una centésima
de grado cuando subíamos a bordo.
No tenía que haber bajado a sus
camarotes, ni observado sus once literas vacías como las del Holandés Errante,
a la espera de una nueva tripulación.
Tampoco tendría que haber tocado
su acabado de madera y mucho menos sopesado la tensión de sus
flamantes jarcias.
Jamás debería haber imaginado de
qué manera se desenrollaría su génova o se izaría su mayor.
El mayor error ha sido asir y
girar su timón, iba como la seda, necesitaba caricias, me ha hecho estremecer.
Maldigo la hora en que se ha
despertado de nuevo el marino que hay en mí, sabiendo que, por ahora, tiene que
quedarse en tierra.
No obstante, te agradezco
Ernesto, querido "Capitán Salitre", que hayas traído a mi mente
tantas y tantas millas de mar, ahora lejanas, pero por entonces
salvajemente vivas.
Federico Soubrier