Foto: Rafael Barreno Salas
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Palos, hoy te reencuentro de
nuevo, pasado tanto tiempo, como quien saluda a aquel que conociera siendo niño
y no lo hubiese vuelto a ver hasta que ya es un hombre. Descubriendo en ese perfil de persona crecida, segura de sí misma, de porte
triunfador, aquellos diminutos rasgos que por entonces marcasen el devenir de
mi vida.
Fue mi segundo día en estas tierras, allá por los once años, más o menos en el año 1969, después de dormir el primero en Mazagón, en una habitación del Restaurante "Las Dunas" y descubrir mi primer océano, que llegase a tu suelo, Palos de la Frontera, a tu tierra, a aquella tan especial que marcaría mi infancia, de la que conservo los mejores y los más gratos recuerdos.
Fue mi segundo día en estas tierras, allá por los once años, más o menos en el año 1969, después de dormir el primero en Mazagón, en una habitación del Restaurante "Las Dunas" y descubrir mi primer océano, que llegase a tu suelo, Palos de la Frontera, a tu tierra, a aquella tan especial que marcaría mi infancia, de la que conservo los mejores y los más gratos recuerdos.
Viví en tus entrañas la conquista de la luna y un terremoto espectacular. Empecé a conocer a fondo la naturaleza y tal vez el primer amor, o quizás no. Recuerdo los nombres de tantos amigos, y sobre todo a ellas, las que trajeron mis primeros amores, o quizás tonteos adolescentes de aquel chaval que se iba haciendo hombre en un entorno maravilloso.
Revivo cómo cada tarde esperaba la vuelta de la piara, que pasaba por la puerta de casa, camino de la majada. Casi un centenar de cabras, era todo un espectáculo, el ruido, el polvo y buscar al macho entre todas ellas, con su “delantal”, que a veces era una tabla, símbolo de castidad. Aquel buen pastor, que a menudo nos traía nidos de urracas o de rabúos, palmitos de aquellos con generosas “abuelas”, incluso nos regaló un chivo, como todos medio loco, que convivió con nosotros al menos un mes en casa, hasta que se hizo imposible contener su vitalidad y sus saltos sobre el sofá.
Eran tiempos de peleas entre chavales y no puedo olvidar cuando jugando a la guerra, defendiendo el alto del eucalipto, disparé con mi tirachinas y acerté en la cabeza de Luis, uno de los que quería tomar nuestra almena disparando con el suyo desde abajo. Fue un sonido seco y después se desplomó. Pensé que lo había matado de verdad pero afortunadamente todo quedó en una bronca de nuestros padres y un majestuoso chichón.
Mi primer baile agarrado a los doce años, ahora se lo dedico a aquella chica que seguramente no me recordará. Se me hace inolvidable aquella casa, la penumbra, la música de Demis Roussos o el excitante "Je t'aime... moi non plus" y aquel eterno abrazo, que no era danza, ya que yo por entonces no sabía bailar.
Vienen a mi mente las maravillosas veladas de cine, a las que acudíamos toda la familia al principio y después fui yendo solo. Cómo olvidar aquella camiseta amarilla con una estrella plateada estampada sobre aquellos juveniles pechos, los primeros que acaricié por unos instantes, toda una osadía y atrevimiento que jamás olvidaré. Fui despertando a la vida en muchos sentidos, pero de aquel cine recuerdo muchas cosas, incluso la película “Las tres caras del miedo”, sobre todo aquel anciano volviendo por el puente pasadas las doce de la noche, menuda noche pasé.
Muchas tardes paseábamos hasta el puerto; el desvencijado embarcadero tenía un especial encanto, con un par de pateras a flote y muchas otras destartaladas, desde el que solíamos pescar lisas con las albiñocas que cogíamos del barro. Un magnífico recorrido desde que terminaban las casas, a la izquierda Talleres Iglesias y a la derecha una casa de pescadores, donde nos acogían con toda la hospitalidad del mundo, agasajándonos con vino blanco y unas almejas abiertas, incluso recuerdo que nos llevaron a pescar en su barco, que era de madera y tenía unos doce metros de eslora, a una playa que estaba por donde hoy cae el espigón Juan Carlos I. Pescamos al curricán y con una red, inolvidable la imagen de cómo saltaban los peces por encima de ella, tratando escapar.
Acudíamos a las por entonces obligatorias misas matinales del domingo, asociadas en mi mente al imparable crotorar de los picos de las cigüeñas en el nido del campanario. Después, siempre visita a la Fontanilla y rememorar a Colón y su magnífica gesta, a pesar de tener algún que otro detractor.
No puedo olvidar a mis profesores, doña Raquel y su marido, don Rogelio, grandes amigos de la familia; por entonces había un profundo respeto hacia los maestros. Fueron muchas las veces que saliésemos a cazar con él, desplazándonos en su Dyane. En algunas ocasiones, era necesario arrancarlo girando una palanca delante del motor. Me regaló un perro, o al menos decía que era mío, aunque lo teníamos en el polvero, cerca de los pisos de Elvira, Se llamaba Leal, y vaya si lo era, eso sí, no sacaba los patos de la laguna cuando tras algún certero disparo caían al agua, jugaba con ellos y finalmente yo acababa sin pantalones, con el agua a la cintura, disfrutando de lo lindo, salpicado con los saltos y travesuras de mi fiel compañero.
Cuantísimas horas de jugar al tenis en los aparcamientos de detrás de la plaza de abastos o de boxear en el Castillo, casa en ruinas cerca de la barriada de la Río Gulf. Las estaciones, traían por entonces los diferentes juegos, el trompo, las bolas, el pincho, los tejos, el chicharito, la matá. Tiempos sin móviles ni teléfonos fijos, en los que sabíamos dónde y cuándo podíamos vernos y disfrutar de lo lindo.
Desafortunadamente llegó la hora del bachillerato y tenía que desplazarme cada día en el autobús de Damas, hasta la parada de Huelva, la antigua de Berrocal, y desde allí en un urbano hasta los Salesianos. Toda una aventura diaria para un niño con tan solo doce años, desde las siete de la mañana hasta las siete de la tarde que no volvía, deseando que llegase el fin de semana, para explorar los campos, las lagunas, cazar pájaros con la red, poner trampas, pescar, disfrutar de la naturaleza que nacía a los pies de casa. Ir en el burro del señor José a ver aquellos primeros lomos de fresas cerca de la vaguada del butano, camino de Mazagón. Quién imaginaba por entonces que aquel delicioso manjar rojo acabaría inundándolo todo, convertido en mares de plástico hasta donde puede alcanzar la vista, dando un vuelco tan inusitado aquel apacible pueblo, atrayendo gentes de allende los mares, generando un crisol de culturas por entonces impensable.
Inolvidables aquellos domingos de seiscientos, de apretados desplazamientos a la playa de Mazagón, a Las Dunas. Días de sombrilla, sandía, tortilla y refresco, de esperar la interminable digestión, de castañeo de dientes, nivea e imperdonables quemaduras, finalmente bañadas por reconfortantes paños de oloroso vinagre.
Tal vez hoy no te reconozco a primera vista, pero si me fijo, si observo el detalle, vuelvo a verte, a sentirte, incluso a olerte y me hace feliz, porque eres parte de mi vida y de alguna manera fuiste abono de lo que soy o de lo que quisiera llegar a ser.
Federico Soubrier García