LA TRAVESURA
Habían pasado la tarde pescando
en El Vigía. El niño manejaba una caña corta con destreza pero cada vez que los
peces picaban y se llevaban la carnada, el abuelo tenía que reponer media
lombriz en cada uno de los dos pequeños anzuelos que pendían empatados con un
metro de nailon desde el grillete que servía de base a la plomada del número
tres.
De
vez en cuando conseguía izar una mojarra hasta el puente. Le gustaba sentir las picadas casi
más que sacar las piezas, momento en que se acercaba hacia la butaca de playa en la que su abuelo, con
sombrero de paja y blancas barbas, se encontraba sentado fumando con una
sensación placentera, mientras veía navegar los veleros y las pequeñas motoras
que se dirigía a la punta del espigón a intentar capturar caballas. Una vez que
le desprendía la pieza la echaban en un cubo con agua salada, que hacía las
veces de acuario improvisado.
—
Ya llevas diez. Creo que es el momento de comernos el bocadillo. No lances la
caña que la comida hay que respetarla y vas a estar de aquí para allá. Siéntate
aquí a mi lado.
Cada
uno comenzó a dar buena cuenta de su bocadillo de tortilla. El chico bebía una
lata de cola y el abuelo se deleitaba con una cerveza. A su alrededor, los
demás pescadores no paraban de manipular carretes y cañas buscando el lugar más
idóneo según la marea, que en ese momento comenzaba a bajar.
—
Abuelo, ¿tú has matado a alguien? —comentó el chaval pensativo mientras
engullía un bocado.
—
Pues la verdad sí, pero no.
—
Cuéntamelo —dijo dando un sorbo a la lata.
—
Tendría unos doce años y sabía dónde guardaba el cura una pistola de avancarga,
este nombre viene de que se cargan por delante y son del tipo que usaban los
bandoleros, vamos lo que se dice un trabuco; fui por la noche a la iglesia y
mientras estaban reunidos en la sacristía, a la tenue luz de las velas de
devotas de San Antonio, con siluetas observándome desde altos y fríos
pedestales, pasé hasta una pequeña dependencia donde los restauradores habían
descubierto un esqueleto metido en una tinaja, siendo más rápido que mi miedo abrí
el pequeño arcón y la tomé prestada junto con el cuerno de pólvora y las bolas
de plomo. Mi compañero de cama del orfanato me esperaba tras un muro.
—Eres mi
héroe, no te da miedo nada —me dijo el pequeño Expósito, al mismo tiempo
que se anudaba con una cuerda de pita el pantalón.
—Ahora viene lo bueno Expo —dije
calándome la gorra, indicando la vereda que se adentraba en la sierra.
—
Fue fácil cargarla, siguiendo el procedimiento que observase a Don Matías; la
pólvora, el taco de trapo y luego la bola de plomo, levanté el martillo hasta
que quedó pillado; nos escondimos tras la encina frente al charco donde solían
bañarse los jabatos. Me estaba quedando casi dormido cuando sentí quebrarse las
jaras del otro lado, a unos veinte metros, de inmediato percibí un olor
desagradable, idéntico al de los guarros de Marcial, apareció una sombra del
tamaño casi de un burro, entró a la luz de la luna en el charco, tumbándose. Temblando, alargué las manos, intenté que la
pistola dejara de moverse, apreté el gatillo, se produjo un inmenso fogonazo
entre amarillo y naranja, con el ruido de un trueno, seguido de un berrido
espantoso. Tiré el arma y salí corriendo y, aunque oía “espérame,
espérame”, no paré hasta llegar al pueblo. Por la mañana fui a confesarme,
recibiendo como penitencia cien Padre Nuestro y otras tantas Ave María. Iba por
doce plegarías cuando el cura vino y me llevó hasta la charca. Al acercarnos, atinaba a distinguir un hombre
tumbado con la camisa blanca cubierta de sangre; el cuerpo se me cortó, empecé
a vomitar y me hice de todo en los pantalones. De pronto, el muerto empezó a
reírse y chupar con un dedo el tomate de su camisa. Fui bueno durante al menos
un mes y, por cierto, todos comimos jabalí hasta aburrirnos en el orfanato—
comentó calándose el gorro y encendiendo otro cigarro después de toser dos
veces.
— ¡Jo abuelo, qué
fuerte, espero no tener muchos de tus genes en mi cerebro! —dijo el niño
mientras se levantaba y cogía de nuevo la caña.
—
¡Venga! a ver si pescas algo en condiciones que a estos diez vamos a soltarlos
para que vuelvan con sus madres.
Federico Soubrier García.