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22 junio, 2014

RELATOS BREVES DESDE MAZAGÓN

LA TRAVESURA
        Habían pasado la tarde pescando en El Vigía. El niño manejaba una caña corta con destreza pero cada vez que los peces picaban y se llevaban la carnada, el abuelo tenía que reponer media lombriz en cada uno de los dos pequeños anzuelos que pendían empatados con un metro de nailon desde el grillete que servía de base a la plomada del número tres.
                De vez en cuando conseguía izar una mojarra hasta el  puente. Le gustaba sentir las picadas casi más que sacar las piezas, momento en que se acercaba hacia  la butaca de playa en la que su abuelo, con sombrero de paja y blancas barbas, se encontraba sentado fumando con una sensación placentera, mientras veía navegar los veleros y las pequeñas motoras que se dirigía a la punta del espigón a intentar capturar caballas. Una vez que le desprendía la pieza la echaban en un cubo con agua salada, que hacía las veces de acuario improvisado.
                — Ya llevas diez. Creo que es el momento de comernos el bocadillo. No lances la caña que la comida hay que respetarla y vas a estar de aquí para allá. Siéntate aquí a mi lado.
                Cada uno comenzó a dar buena cuenta de su bocadillo de tortilla. El chico bebía una lata de cola y el abuelo se deleitaba con una cerveza. A su alrededor, los demás pescadores no paraban de manipular carretes y cañas buscando el lugar más idóneo según la marea, que en ese momento comenzaba a bajar.
                — Abuelo, ¿tú has matado a alguien? —comentó el chaval pensativo mientras engullía un bocado.
                — Pues la verdad sí, pero no.
                — Cuéntamelo —dijo dando un sorbo a la lata.
                — Tendría unos doce años y sabía dónde guardaba el cura una pistola de avancarga, este nombre viene de que se cargan por delante y son del tipo que usaban los bandoleros, vamos lo que se dice un trabuco; fui por la noche a la iglesia y mientras estaban reunidos en la sacristía, a la tenue luz de las velas de devotas de San Antonio, con siluetas observándome desde altos y fríos pedestales, pasé hasta una pequeña dependencia donde los restauradores habían descubierto un esqueleto metido en una tinaja, siendo más rápido que mi miedo abrí el pequeño arcón y la tomé prestada junto con el cuerno de pólvora y las bolas de plomo. Mi compañero de cama del orfanato me esperaba tras un muro.
 —Eres mi héroe, no te da miedo nada —me dijo el pequeño Expósito, al mismo tiempo que se anudaba con una cuerda de pita el pantalón.
Ahora viene lo bueno Expo —dije calándome la gorra, indicando la vereda que se adentraba en la sierra.
                — Fue fácil cargarla, siguiendo el procedimiento que observase a Don Matías; la pólvora, el taco de trapo y luego la bola de plomo, levanté el martillo hasta que quedó pillado; nos escondimos tras la encina frente al charco donde solían bañarse los jabatos. Me estaba quedando casi dormido cuando sentí quebrarse las jaras del otro lado, a unos veinte metros, de inmediato percibí un olor desagradable, idéntico al de los guarros de Marcial, apareció una sombra del tamaño casi de un burro, entró a la luz de la luna en el charco, tumbándose.  Temblando, alargué las manos, intenté que la pistola dejara de moverse, apreté el gatillo, se produjo un inmenso fogonazo entre amarillo y naranja, con el ruido de un trueno, seguido de un berrido espantoso. Tiré el arma y salí corriendo y, aunque oía  “espérame, espérame”, no paré hasta llegar al pueblo. Por la mañana fui a confesarme, recibiendo como penitencia cien Padre Nuestro y otras tantas Ave María. Iba por doce plegarías cuando el cura vino y me llevó hasta la charca.  Al acercarnos, atinaba a distinguir un hombre tumbado con la camisa blanca cubierta de sangre; el cuerpo se me cortó, empecé a vomitar y me hice de todo en los pantalones. De pronto, el muerto empezó a reírse y chupar con un dedo el tomate de su camisa. Fui bueno durante al menos un mes y, por cierto, todos comimos jabalí hasta aburrirnos en el orfanato— comentó calándose el gorro y encendiendo otro cigarro después de toser dos veces.
                — ¡Jo abuelo, qué fuerte, espero no tener muchos de tus genes en mi cerebro! —dijo el niño mientras se levantaba y cogía de nuevo la caña.
                — ¡Venga! a ver si pescas algo en condiciones que a estos diez vamos a soltarlos para que vuelvan con sus madres.

Federico Soubrier García.