LA
AVISPA EN LA BOTELLA
Manuela salió
del baño, se secó, peinó su largo pelo y se cubrió con su bata preferida, la de
seda azul. Preparó un café, tomó el paquete de cigarrillos junto con el mechero
y subió a la planta alta.
En la amplia
terraza recorrió con su mirada la ría desde las luces del ferry hasta las del
puerto deportivo, lentamente, apreciando cada reflejo de la luna en el agua,
contando los focos de los pescadores del espigón y el número de buques
fondeados detrás de él, a la espera de la llegada de los prácticos.
Observó la
altanera silueta de la Casa del Vigía y pudo ver que, aun siendo de madrugada,
mucha gente continuaba en el puente intentando conseguir buenas capturas, rio
recordando el ruido de las corvinas roncadoras y la que se lía cuando pica un
ejemplar grande y enreda montones de cañas.
A oscuras,
sirviéndose de luz exterior, colocó sus preparativos en la mesita situada al
lado de un diván de diseño moderno. Se sentó, encendió un cigarro, aspiró
suavemente y, con un ligero movimiento de mandíbula, lanzó al aire una voluta
blanquecina que ascendió lentamente, agrandándose, dejando ver la luz de
algunas estrellas en su interior sobre el fondo negro del cielo hasta
deshacerse. Lanzó una segunda apuntando hacia la luna, en esos momentos casi
llena y cerrando un ojo consiguió verla dentro del aro de humo. Sonrió
recordando a Saturno. Tomó un sorbo del humeante vaso de café y se recostó
cerrando los ojos.
Comenzó a
recordar aquella guardia en un pueblo serrano. Estaba trascurriendo muy
aburrida, varias recetas de antitérmicos y calmantes. Ante un lento goteo de pacientes entró un
hombre en la consulta, era joven, alto y con buen aspecto. Lo que más le llamó
la atención fue que llevase una toalla enrollada en su mano derecha, esperaba
que no fuese ninguna herida grave, su poca experiencia la hacía ponerse
bastante nerviosa cuando la sangre era abundante.
— Bien, usted dirá— murmuró mientras colocaba el
fonendoscopio en el bolsillo de su bata.
— Mire —dijo el joven echando a un lado la toalla
y dejando a la vista una botella de cristal transparente.
— Entiendo que el problema es que no puede sacar
el dedo de la botella, ¿no?
— Exactamente. Se me ha hinchado de tal manera
que no sale y no me atrevo a romperla, es posible que me corte una vena o qué
sé yo.
Manuela intentó mover el vidrio sosteniendo
firmemente la mano, con el consiguiente quejido del paciente.
— No haga eso, que ya me ha vuelto a picar.
Prestó más atención al interior y exclamó: — ¡coño,
una avispa!
— Sí, y me ha picado al menos tres veces, cada
vez mi dedo gordo lo está más.
— Si fuese una abeja le habría picado una sola
vez y hubiera quedado clavado el aguijón.
— Por favor, deje la clase de biología y
concéntrese, necesito una solución efectiva.
Miró el dedo hinchado y morado y exclamó: — ¡Bájese los pantalones!
—No me joda ¿es que me va a hacer una foto con la
botella y el culo al aire para enviarla a un concurso?
— No hombre —Rio ella — le voy a administrar un
antihistamínico para bajar la hinchazón.
Una vez inyectado, preparó una segunda
jeringuilla y pinchó con una aguja entre el cuello de la botella y el dedo
hasta que vio que salía la punta en el interior aproximadamente a la altura del
centro de su huella digital, provocando una gota de sangre, seguidamente para
sorpresa de la avispa inyectó dos dosis de suero fisiológico.
— ¡Levante la botella!
El suero cubría el dedo y evitaba picaduras.
— Pronto el antihistamínico hará efecto y podrá
sacar el pulgar. Por cierto, ¿cómo le ha sucedido?
— Ha sido una apuesta y espero haberla ganado. Aposté
en el bar que estaría con la médica más de media hora, que le enseñaría el culo
y que la invitaría a cenar.
Aquel
bromista fue su primer marido y le gustaba recordar las cosas buenas que habían
pasado juntos hasta su divorcio, las malas no valían la pena ¿para qué?
Volvió a
abrir los ojos y vio como un enorme gasero navegaba lentamente acompañado del práctico
que lo conducía a mar abierto. La silueta negra de aquel buque, salpicado de
luces amarillas y algunas rojas, dejaba adivinar tres inmensos depósitos. Se
fue alejando despacio y desapareció en lontananza.
Manuela se
concentró en el cielo, adivinando constelaciones. Pronto avistó la primera
estrella fugaz, una pequeña bola luminosa que dejó una estela de luz sobre el
cielo durante un brevísimo instante. Era su primera Perseida del verano. Pensó
su primer deseo y se concentró para poder divisar algunas más. Aquel fenómeno
astronómico le fascinaba desde pequeña. Cada año esperaba que llegase mediados
de agosto y todas las noches subía a cazarlas hasta quedarse dormida en el
diván, esperando que la despertase el rocío de la mañana.
Federico Soubrier García