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01 julio, 2014

RELATOS BREVES DESDE MAZAGÓN



LA AVISPA EN LA BOTELLA

Manuela salió del baño, se secó, peinó su largo pelo y se cubrió con su bata preferida,  la  de seda azul. Preparó un café, tomó el paquete de cigarrillos junto con el mechero y subió a la planta alta.
En la amplia terraza recorrió con su mirada la ría desde las luces del ferry hasta las del puerto deportivo, lentamente, apreciando cada reflejo de la luna en el agua, contando los focos de los pescadores del espigón y el número de buques fondeados detrás de él, a la espera de la llegada de los prácticos.
Observó la altanera silueta de la Casa del Vigía y pudo ver que, aun siendo de madrugada, mucha gente continuaba en el puente intentando conseguir buenas capturas, rio recordando el ruido de las corvinas roncadoras y la que se lía cuando pica un ejemplar grande y enreda montones de cañas.
A oscuras, sirviéndose de luz exterior, colocó sus preparativos en la mesita situada al lado de un diván de diseño moderno. Se sentó, encendió un cigarro, aspiró suavemente y, con un ligero movimiento de mandíbula, lanzó al aire una voluta blanquecina que ascendió lentamente, agrandándose, dejando ver la luz de algunas estrellas en su interior sobre el fondo negro del cielo hasta deshacerse. Lanzó una segunda apuntando hacia la luna, en esos momentos casi llena y cerrando un ojo consiguió verla dentro del aro de humo. Sonrió recordando a Saturno. Tomó un sorbo del humeante vaso de café y se recostó cerrando los ojos.
Comenzó a recordar aquella guardia en un pueblo serrano. Estaba trascurriendo muy aburrida, varias recetas de antitérmicos y calmantes.  Ante un lento goteo de pacientes entró un hombre en la consulta, era joven, alto y con buen aspecto. Lo que más le llamó la atención fue que llevase una toalla enrollada en su mano derecha, esperaba que no fuese ninguna herida grave, su poca experiencia la hacía ponerse bastante nerviosa cuando la sangre era abundante.

— Bien, usted dirá— murmuró mientras colocaba el fonendoscopio en el bolsillo de su bata.
— Mire —dijo el joven echando a un lado la toalla y dejando a la vista una botella de cristal transparente.
— Entiendo que el problema es que no puede sacar el dedo de la botella, ¿no?
— Exactamente. Se me ha hinchado de tal manera que no sale y no me atrevo a romperla, es posible que me corte una vena o qué sé yo.
Manuela intentó mover el vidrio sosteniendo firmemente la mano, con el consiguiente quejido del paciente.
— No haga eso, que ya me ha vuelto a picar.
Prestó más atención al interior y exclamó: — ¡coño, una avispa!
— Sí, y me ha picado al menos tres veces, cada vez mi dedo gordo lo está más.
— Si fuese una abeja le habría picado una sola vez y hubiera quedado clavado el aguijón.
— Por favor, deje la clase de biología y concéntrese, necesito una solución efectiva.
Miró el dedo hinchado y morado y  exclamó: — ¡Bájese los pantalones!
—No me joda ¿es que me va a hacer una foto con la botella y el culo al aire para enviarla a un concurso?
— No hombre —Rio ella — le voy a administrar un antihistamínico para bajar la hinchazón.
Una vez inyectado, preparó una segunda jeringuilla y pinchó con una aguja entre el cuello de la botella y el dedo hasta que vio que salía la punta en el interior aproximadamente a la altura del centro de su huella digital, provocando una gota de sangre, seguidamente para sorpresa de la avispa inyectó dos dosis de suero fisiológico.
— ¡Levante la botella!
El suero cubría el dedo y evitaba picaduras.
— Pronto el antihistamínico hará efecto y podrá sacar el pulgar. Por cierto, ¿cómo le ha sucedido?
— Ha sido una apuesta y espero haberla ganado. Aposté en el bar que estaría con la médica más de media hora, que le enseñaría el culo y que la invitaría a cenar.

Aquel bromista fue su primer marido y le gustaba recordar las cosas buenas que habían pasado juntos hasta su divorcio, las malas no valían la pena ¿para qué?
Volvió a abrir los ojos y vio como un enorme gasero navegaba lentamente acompañado del práctico que lo conducía a mar abierto. La silueta negra de aquel buque, salpicado de luces amarillas y algunas rojas, dejaba adivinar tres inmensos depósitos. Se fue alejando despacio y desapareció en lontananza.
Manuela se concentró en el cielo, adivinando constelaciones. Pronto avistó la primera estrella fugaz, una pequeña bola luminosa que dejó una estela de luz sobre el cielo durante un brevísimo instante. Era su primera Perseida del verano. Pensó su primer deseo y se concentró para poder divisar algunas más. Aquel fenómeno astronómico le fascinaba desde pequeña. Cada año esperaba que llegase mediados de agosto y todas las noches subía a cazarlas hasta quedarse dormida en el diván, esperando que la despertase el rocío de la mañana.
Federico Soubrier García