Vista aérea de Mazagón
Las ratas en
el momento que perciben que existe un conato de superpoblación sencillamente
comienzan a matarse unas a otras. Simplemente es una respuesta de
supervivencia.
La elección
del lugar donde vivir no es cuestión baladí, ya que marcará un estilo de vida
determinado sin lugar a duda por la zona
y, evidentemente, por las
características de su población.
Nuestra sociedad
no deja de ser curiosa. Si el grupo residente, pongamos, se mantiene entre
cuatro o diez personas, a nadie se le ocurre robar al otro porque lo material
es un bien común que redunda en beneficio de todos; pero sobrepase usted el
colectivo al nivel de mil personas y, entonces “cree el ladrón que todos son de
su condición”, ya a nadie le preocupa la
subsistencia de su convecino.
Es totalmente
primordial el número de individuos que conforman una sociedad para determinar
su comportamiento. Si usted vive en Madrid en un edificio de veinte pisos,
probablemente no tendrá relación ni siquiera con el vecino de enfrente. En esa
ciudad, como en cualquier capital de provincia, se cruzará con millares de
personas pero difícilmente saludará a nadie, salvo que tenga una interacción
muy repetitiva, tal como pueda ser comprarle el periódico o el pan en el día a
día. En cambio, si usted pasea por una playa o por un campo que se encuentra
deshabitado, indudablemente saludará a cuantos se crucen en su camino.
Imagínese no entablar
conversación en un desierto con los componentes de una caravana de camellos que
lleva sentido contrario e intercambiar con ellos sus conocimientos, víveres u
opiniones. Sería impensable.
Cada modo de
vida tiene su parte positiva y, por supuesto, otra negativa. Vivir en la ciudad
es, digamos, tener que depender mucho más del devenir comunitario, a pesar de
la inevitable falta de comunicación rescindida a un mínimo saludo. Tienes que
convivir con problemas comunes, tráfico, aparcamiento, ruidos y veinte mil
cuestiones más, pero no debemos olvidar que las ofertas en algunos sentidos,
tales como pudieran ser el cultural o el deportivo, siempre serán mucho más
amplias que en una zona rural.
Vivo en
Mazagón, una localidad un tanto genuina, gobernada por dos ayuntamientos al
unísono, cuyas prioridades residen en acaparar los opíparos ingresos que sus
habitantes les reportamos, tanto los poco más de cuatro mil residentes
empadronados, como sobre todo, los dueños de las casi diez mil viviendas
utilizadas exclusivamente en verano, aplicando la singular mancomunidad una
política muy sui géneris de pecados y virtudes “vox populi”, algo casi
familiar, sencillamente asumida con resignación por los ciudadanos, sin más.
Aquí, como en
cualquier pueblo, lo que se pierde es la intimidad a la vez que se realza la
amistad, la envidia o el cariño, todas a discreción, pero eso sí, nadie
permanece impasible, siendo ésta la cuota que debes abonar por residir en un
paraíso de pinos, arena y mar. No obstante, siempre te sientes de alguna manera
arropado, a la vez que integrado a un ámbito primordialmente solidario y sobre
todo natural, algo así como en un camping venido a más.
El trabajar en
la capital y volver a casa viene a ser como huir de la vorágine diaria para
respirar, meditar y volver a meterte en ella a la siguiente mañana, siempre a
sabiendas de que más tarde tendrás una línea de salida para escapar y
reencotrar un poco de paz.
Habiendo
nacido en el foro y comprobado que allí la individualidad campa a sus anchas,
sencillamente porque es lo normal, se me hacía casi más duro el ritmo de la
ciudad, contagioso hasta para el turista que en principio no tiene ninguna
prisa pero termina corriendo para no perder un metro, cuando el siguiente que
pasa a los diez minutos le daría igual. Vivamos donde vivamos, como no nos
queda más remedio, nos tendremos que aclimatar tanto a la zona como a su tejido
social.
Federico Soubrier García - Sociólogo
y Escritor