Playa de Mazagón |
Afortunadamente vivo en
Mazagón, un enclave paradisíaco que mantiene un devenir pausado durante casi
todo el año. Su diapasón tiene un ritmo social lento pero firme, sin prisas
pero sin pausas, con una inercia de escala métrica pactada en cuanto al
movimiento de habitantes, servicios y fluctuaciones esporádicas de arribadas y
retornos de inmigrantes en torno a las campañas freseras.
Esta localidad de
entorno pueblerino, un tanto chismosa como todas, donde todos se conocen y al
parecer no existen currículum ni vidas ocultas, cuenta con un modelo social, si
cabe, un tanto sectario pero a la postre participativo, que resulta tan tranquilo
como para esconder a quien huya de algo en alguna parcela secreta. Reina la paz
y la concordia, con aluviones de comentarios, pero sin preguntas, todo se
mantiene sosegado, calmoso, gradual e hipotenso. Un edén manso difícil de
igualar.
De pronto llega el
verano con la consabida alegría del mes de vacaciones, ese en el que
desconectas de tu puesto de trabajo, y con ello comienza el bullicio, las
cuatro mil almas empadronadas que casi no se perciben durante el otoño,
primavera e invierno se convierten en cincuenta mil que campan a sus anchas
invadiendo espacios en un colorido puzle estival un tanto clamoroso, algo así
como las colonias de flamencos al procrear en las lagunas de Doñana, pululando
arriba y abajo sin parar.
Cuando antes aparcabas
en la puerta de tu casa, ahora ya ni te acuerdas de dónde dejaste el coche tras
dar vueltas y vueltas por tu zona hasta poderlo empotrar en el hueco del Tetris
local.
En los establecimientos
que pasabas por el cajero del tirón, ahora tienes que ponerte en la fila india,
a la espera de que otro empleado diga: pasen en orden por esta caja.
La plataforma el Muelle
del Vigía a la que llevas todo el año yendo a pescar, la colapsa un overbooking
de pescadores de secano que trenzan con sus cañas sedales difíciles de
desenredar en un loable esfuerzo de conseguir una pieza regalada por nuestras
generosas aguas a la vez que tatuarse un envidiable bronceado de día o gozar de
un clima envidiable por la noche. Todo esto me hace abandonar momentáneamente
mi afición con el pensamiento de que los peces seguirán engordando hasta que yo
vuelva a desempolvar mis bártulos y entonces me irá mejor.
Los gorrillas salen de
su letargo invernal y espero que este año la zona azul con su impuesto añadido
no tenga la aprobación municipal, ya que no tiene el beneplácito del pueblo que
le da vida a los ediles.
Aquí el día de la
marmota se repite jornada a jornada, paso a paso, y nos acostumbramos pagando
nuestro canon de intimidad y tranquilidad en un afortunadamente efímero periodo
de tiempo, yo diría que no completa los dos meses.
Ante todo, nuestra
lealtad hacia los amigos de los comercios que consiguen en maratónicas jornadas
hacer el merecido agosto desde julio para, como las hormigas, poder subsistir
durante el invierno, pero sin olvidar que esto nos supone una adaptación digna
de tratamiento psicológico, ya que en septiembre nos quedamos como el último
hincha que sentado en un estadio,
después de que se hayan ido los dos equipos, el árbitro y los cincuenta mil
asistentes al evento, nota un extraño vacio al que inmediatamente se tiene que adaptar
de nuevo.
Tenemos que asumir los
daños colaterales que hacen que nuestras localidades, las que son costeras, y
las serranas en menor grado, puedan sobrevivir el resto del año, y así lo
hacemos, pero he de confesar en secreto que lo normal es que mis amigos, los
comerciantes, no todos, pero sí muchos, son muy quejicas, así que me encuentro
totalmente autorizado a ejercer mi derecho a la simbólica protesta, siempre
esperando y confiando en que este ciclo dure una eternidad.
Federico Soubrier
García
Sociólogo y Escritor