04 julio, 2016

MAZAGÓN, VERANO COLATERAL

Playa de Mazagón
Afortunadamente vivo en Mazagón, un enclave paradisíaco que mantiene un devenir pausado durante casi todo el año. Su diapasón tiene un ritmo social lento pero firme, sin prisas pero sin pausas, con una inercia de escala métrica pactada en cuanto al movimiento de habitantes, servicios y fluctuaciones esporádicas de arribadas y retornos de inmigrantes en torno a las campañas freseras.

Esta localidad de entorno pueblerino, un tanto chismosa como todas, donde todos se conocen y al parecer no existen currículum ni vidas ocultas, cuenta con un modelo social, si cabe, un tanto sectario pero a la postre participativo, que resulta tan tranquilo como para esconder a quien huya de algo en alguna parcela secreta. Reina la paz y la concordia, con aluviones de comentarios, pero sin preguntas, todo se mantiene sosegado, calmoso, gradual e hipotenso. Un edén manso difícil de igualar.

De pronto llega el verano con la consabida alegría del mes de vacaciones, ese en el que desconectas de tu puesto de trabajo, y con ello comienza el bullicio, las cuatro mil almas empadronadas que casi no se perciben durante el otoño, primavera e invierno se convierten en cincuenta mil que campan a sus anchas invadiendo espacios en un colorido puzle estival un tanto clamoroso, algo así como las colonias de flamencos al procrear en las lagunas de Doñana, pululando arriba y abajo sin parar.


Cuando antes aparcabas en la puerta de tu casa, ahora ya ni te acuerdas de dónde dejaste el coche tras dar vueltas y vueltas por tu zona hasta poderlo empotrar en el hueco del Tetris local.

En los establecimientos que pasabas por el cajero del tirón, ahora tienes que ponerte en la fila india, a la espera de que otro empleado diga: pasen en orden por esta caja.

La plataforma el Muelle del Vigía a la que llevas todo el año yendo a pescar, la colapsa un overbooking de pescadores de secano que trenzan con sus cañas sedales difíciles de desenredar en un loable esfuerzo de conseguir una pieza regalada por nuestras generosas aguas a la vez que tatuarse un envidiable bronceado de día o gozar de un clima envidiable por la noche. Todo esto me hace abandonar momentáneamente mi afición con el pensamiento de que los peces seguirán engordando hasta que yo vuelva a desempolvar mis bártulos y entonces me irá mejor.

Los gorrillas salen de su letargo invernal y espero que este año la zona azul con su impuesto añadido no tenga la aprobación municipal, ya que no tiene el beneplácito del pueblo que le da vida a los ediles.

Aquí el día de la marmota se repite jornada a jornada, paso a paso, y nos acostumbramos pagando nuestro canon de intimidad y tranquilidad en un afortunadamente efímero periodo de tiempo, yo diría que no completa los dos meses.

Ante todo, nuestra lealtad hacia los amigos de los comercios que consiguen en maratónicas jornadas hacer el merecido agosto desde julio para, como las hormigas, poder subsistir durante el invierno, pero sin olvidar que esto nos supone una adaptación digna de tratamiento psicológico, ya que en septiembre nos quedamos como el último hincha que  sentado en un estadio, después de que se hayan ido los dos equipos, el árbitro y los cincuenta mil asistentes al evento, nota un extraño vacio al que inmediatamente se tiene que adaptar de nuevo.

Tenemos que asumir los daños colaterales que hacen que nuestras localidades, las que son costeras, y las serranas en menor grado, puedan sobrevivir el resto del año, y así lo hacemos, pero he de confesar en secreto que lo normal es que mis amigos, los comerciantes, no todos, pero sí muchos, son muy quejicas, así que me encuentro totalmente autorizado a ejercer mi derecho a la simbólica protesta, siempre esperando y confiando en que este ciclo dure una eternidad.

Federico Soubrier García

Sociólogo y Escritor