PLAYA DE MAZAGÓN |
No más de diez días,
cuenta atrás, y el inalterable paso del tiempo completará otro ciclo social
atado al calendario y al solsticio de verano, los maleteros de los vehículos
engullirán todo tipo de pertrechos, sus habitáculos serán ocupados por los
veraneantes acompañados de sus mascotas un tanto despistadas y comenzará el lento
éxodo hacia el interior, respondiendo a la ineludible llamada de la selva
urbana, esa de los puestos de trabajo, de los institutos y de los colegios.
El colorido collar, a
modo de lei hawaiano, que adorna y embellece la costa peninsular, colgado del
esbelto cuello pirenaico y tejido por sombrillas variopintas, ejército
multicolor temeroso de la traviesa e inquieta orilla que, una abierta a la vera
de la otra, podían valer como antaño la arboleda para que una ardilla se
desplazara por todo nuestro litoral sin tener apenas que tocar la arena para
salvar algún río, ahora se va retirando, vencido en la batalla del tiempo, como
las hojas que caen de los árboles tras una ráfaga de viento otoñal, dejando en las
playas esa extraña sensación que produce la mañana siguiente a la última noche
de feria.
Los hosteleros
reducirán el ritmo de una máquina que ha trabajado a todo tren, tras haber
satisfecho a aquellos que buscaban relax, y al menos durante unos días
liberarse de las tediosas rutinas del hogar, habrán almacenado reservas como
hormigas para poder sobrevivir el resto del año, reduciendo ahora sus
plantillas, y ya sí, escatimando en mesas y sillas lo que ha sido el asueto de
muchos y el sacrificio de otros pocos.
Volverá a reinar en
nuestros pueblos costeros esa tranquilidad acunada con el sonido de la mar, la
que nos llama por la línea de la brisa, rompiendo esas olas que a veces besan
la arena con cariño y otras con pasión, antes acalladas por el bullicioso
transito de niños, mayores, repartidores y coches.
El camión del tapicero
y la motillo del afilador emprenderán su ruta migratoria quién sabe hacia dónde,
pero ineludiblemente volverán como lo harán muchas aves a la orden de quién sé
yo, con su sonsonete casi ancestral de: “Ha llegado a su ciudad el ca…”.
Ahora nos cruzaremos
por la calle casi solo con conocidos, ya no tendremos que disputar los espacios,
hallaremos fácilmente mesa o aparcamiento, las colas serán más cortas e incluso
habrá dinero en los cajeros. Encontraremos hueco para pescar y averiguar si nos
han dejado peces los visitantes aficionados, los que llevan de regreso las
fotos de los trofeos más codiciados.
Al menos aquí, en
Mazagón, lentamente, con cautivadores paseos, singulares tertulias y espectaculares
atardeceres, recordaremos este último verano azul, ese que se nos fue
acompañado de algunos buenos amigos y que, indefectiblemente, paso a paso,
verso a verso, verá cómo un día terminará la primavera, volverá el tapicero… Y de nuevo el ciclo habrá comenzado, con lo
cual el litoral quedará una vez más engalanado por ese ejército proveedor de
sombras, elaborado de tubos, varillas y telas adornadas de un diseño tal vez un
poco anclado en el tiempo y que año tras año, en un par de meses, será
derrotado.
Federico Soubrier
García
Sociólogo y Escritor