Museo del Prado Primer desembarco. |
José
Luis Gozálvez Escobar,
Dr.
En Historia Moderna
La
decoración cerámica que preside el nuevo ayuntamiento de Palos nos retrotrae a
un tiempo pasado y, en apariencia superado, que interpretaba el encuentro de
los marineros onubenses con América como un hecho providencial, al servicio del
Dios cristiano y la Corona de Castilla. Debería atentar contra la ley de la
Memoria Histórica, pues se identifica plenamente con la visión ideológica
franquista acerca del Descubrimiento, plasmada en el machacón eslogan «Por el
Imperio hacia Dios».
Me
llega la noticia sobre la decoración del nuevo Ayuntamiento de Palos, el
edificio que mejor nos representa a todos sus vecinos, a muchos kilómetros de
mi casa, en las cercanías del Convento de La Rábida. Sin embargo la distancia
no atenúa el bochorno y la vergüenza que siento ante las imágenes de su
fachada.
En
efecto, las figuras cerámicas que presiden la fachada del nuevo ayuntamiento, y
que parten de una muy conocida pintura del historicismo, representan una visión
interesada y tergiversada de la historia, incomprensible en uno de los lugares
claves de la Historia Universal, con dos universidades en su término, una
centrada precisamente en los estudios americanos.
En
pocas ocasiones una pintura sobre Colón y sus compañeros de viaje se muestra
tan artificial como en el cuadro «Primer Desembarco
de Cristóbal Colón en América», realizado en 1862 por Dioscoro Teófilo Puebla Tolín,
que conserva el madrileño Museo del Prado. Sólo tiene parangón con la versión
casi surrealista del estadounidense John Vanderlyn, que con el título de «Desembarco
de Colón en Guanahaní» fue encargado, entre 1837 y 1847, para la rotonda del
Capitolio de Washington.
El
óleo plasma una escena que representa, según una interpretación muy personal
del pintor, la primera expedición a las Indias de Cristóbal Colón, y su llegada
a Guanahaní el 12 de octubre de 1492, bautizando a esta tierra con el nombre de
San Salvador.
En
tierra firme un Colón de blanca cabellera, rodilla en tierra, vestido de rojo,
con el estandarte enhiesto en su mano izquierda y la espada rendida en la
derecha, levanta los ojos al cielo. Le rodean sus compañeros, que van llegando
en barcas, representados por personajes vestidos de marineros o soldados.
Algunos llevan estandartes y otros armas. A la izquierda de la composición un
grupo de indígenas semidesnudos y sorprendidos están próximos a un fraile
franciscano (un anacronismo ya que aunque los franciscanos de La Rábida
tuvieron una gran influencia en la expedición ninguno se embarcó en este viaje)
que empuña un crucifijo. Al fondo, en un mar en calma, están ancladas las
carabelas con las velas plegadas.
Los
modelos se colocan delante de un telón de fondo como si estuvieran en el
estudio del pintor en lugar de en la pura naturaleza. La cruz en el centro
preside toda la escena, y es obvia la intención de Colón al tomar posesión de
hombres y tierras, que refuerza la espada desenvainada y su imploración al
cielo, a Dios, en cuyo nombre y bajo cuya protección tiene lugar la conquista.
Algunos marineros aparecen desesperados besando la tierra tras un viaje lleno
de dificultades. Algunos pocos indios, por fin, en penumbra aparecen
boquiabiertos, no entienden absolutamente nada, aunque el fraile les leyera un
largo texto en latín señalándoles que desde ese momento eran vasallos de los
Reyes de Castilla y debían obediencia al Papa.
En
definitiva, todo está dispuesto como si el pintor fuera el director de escena
de una ópera en los instantes inmediatos a que todos los actores fueran a
comenzar su concierto. Y como toda ópera, la escena es una pura caricatura que
muy poco tiene que ver con la realidad.
Como
otras pinturas que le siguen, esta obra de Puebla Tolínse centra en el genio de
Colón, de un lado, y el providencialismo de la aventura, de otro. El encuentro
de dos mundos se convertía así desde esta visión en una cuestión ideológica,
donde a todas luces la superioridad de los europeos se imponía a la ignorancia
de los nativos americanos. Además, era una cuestión impuesta por el mismísimo
dios de los europeos y, por tanto, indiscutible.
Durante
el franquismo esta ideas se revitalizaron engrosando el ideario del régimen y
mostrando la naturaleza católica y fascista del régimen del general Franco,
plasmada en una de sus frases más tópicas que identificaban al sistema con el
auge del Imperio español, sobre todo en América, y la activa participación
divina en la historia nacional.
Hace
ya muchas décadas que la historiografía parecía haber conseguido despojarse de
esta disparatada concepción del pasado, pero como se evidencia en la fachada de
mi ayuntamiento, aún persiste, además de haber dejado alguna herencia
indeseable en las actitudes de algunas élites políticas y en el cínico
pragmatismo de algunas capas sociales.
Tal
vez incluso la iniciativa sea por este camino un firme
atentado contra la vigente ley de la Memoria Histórica. En cualquier
caso resulta un monumental atentado contra la más elemental objetividad de
nuestra historia local y su trascendencia universal, que a buen seguro va a ser
objeto, como mínimo, de asombro general y a poner en entredicho la idoneidad de
otras muchas iniciativas de la Huelva del 2017.