Román, en el centro de la foto, junto a varios compañeros en Mazagón. |
En el verano de 1936 se
empezaron a habilitar campos de concentración, llegando a alcanzar la cifra de 188
en todo el territorio nacional hasta su desaparición en 1947. No eran campos de
exterminio, como ocurrió más tarde en la II Guerra Mundial con la barbarie de
las cámaras de gas nazis, aunque aquí murieron miles de prisioneros sin
necesidad de ser gaseados, el hambre y las enfermedades terminaron con ellos;
además de las continuas “sacas” nocturnas para fusilar a los presos
clasificados como peligrosos para el régimen.
Según datos oficiales,
en Huelva existieron cuatro campos de concentración, ubicados en el Muelle
Pesquero de Huelva, Peguerillas (Gibraleón), San Juan del Puerto y en la Isla
Saltés, cerca de Punta Umbría, éste último dedicado a la clasificación de
presos y su posterior envío a otros lugares: cárceles, campos de trabajos
forzados, colonias penitenciarias o directamente al paredón para ser fusilados.
Sin embargo, no figura el que estuvo situado junto al faro de El Picacho, en
Mazagón, a pesar de que hay numerosos testimonios de su existencia, de personas
de avanzada edad de Mazagón que fueron testigos de aquella lamentable
situación, y de familiares de prisioneros que estuvieron allí internados, por
lo que se supone que pudo ser una colonia penitenciaria militarizada,
dependiente de otros campos de Huelva por falta de mano de obra en la zona. Estas
colonias eran el sistema de trabajo forzoso más extendido en la posguerra.
El
testimonio de la familia de Román González González, soldado destinado en el
campo de concentración de Mazagón, y su expediente personal, que se guarda en
el Archivo General Militar de Guadalajara, han sido el cauce que ha llevado a
recuperar la historia de este joven que sufrió la crudeza de la guerra y el
dramatismo de la posguerra.
Román González con el uniforme militar.
Román
González González, hijo de Román y de Isabel, nació el 3 de octubre de 1920 en
Colmenar de Oreja, partido judicial de Getafe (Madrid), un pueblo que contaba
con poco más de 5.000 habitantes en aquella época. Román, el primogénito de dos
hermanos varones tenía la ilusión de ser mecánico, pero la guerra civil truncó
su sueño y terminó ejerciendo la profesión de marmolista.
Al
poco de estallar la guerra se afilió a las Juventudes Socialistas Unificadas,
formando parte de la directiva como secretario. Y con tan solo 16 años se
alistó al Ejército republicano, sirviendo en la 43 Brigada; aunque poco después
fue reclamado por su madre y devuelto al domicilio familiar. Cumplidos los 18
años regresa de nuevo al Ejército para defender la República hasta el final de
la guerra.
Al
volver al pueblo, una vez terminada la guerra, es detenido junto a varias
personas, entre las que se encontraban un primo y un tío, éste último ejercía
el cargo de secretario de la UGT de Colmenar de Oreja. Según un informe del
Comandante de Puesto de la Guardia Civil de Colmenar, fechado el 24 de febrero
de 1942, Román sufrió prisión por sus ideales. Fue ingresado en la cárcel de
Getafe, cumpliendo una condena de 11 meses. Su tío, preso en la misma cárcel,
corrió peor suerte que él, siendo condenado a la pena de muerte y fusilado.
El
5 de enero de 1942 es llamado a filas para cumplir el servicio militar,
incorporándose en el Depósito Central de Unamuno (Madrid), donde comienza su
periplo como soldado de los Batallones Disciplinarios de Trabajadores por los
campos de concentración de diferentes provincias del territorio nacional:
Burgos, Galicia, Guipúzcoa, Lérida, Cádiz, Almería y Huelva.
En
uno de estos traslados envió una carta a su madre diciéndole que el tren haría
una parada en Aranjuez. Ella fue a la estación para ver a su hijo que estaba
irreconocible, muy demacrado, y no pudo acercarse a él; solamente tuvo la
ocasión de hacerle una fotografía.
En
su amplio expediente personal figuran numerosos informes de los campos de
concentración, de la Falange, de la cárcel de Getafe y del Ayuntamiento de
Colmenar. A requerimiento del jefe del Batallón Disciplinario de Soldados
Trabajadores nº 38, de Rentería (Guipúzcoa), el Ayuntamiento de Colmenar emite
el siguiente informe político-social sobre Román:
Contesto su escrito de
fecha 20 de febrero ppdº, informando a V.S. que el vecino de esta localidad
Román González González, hijo de Román y de Isabel, de 21 años de edad, es una
persona que durante el Glorioso Alzamiento Nacional pertenecía a las Juventudes
Socialistas Unificadas, pero observando una buena conducta social.
Por Dios, por España y
por su Revolución Nacional-Sindicalista.
Colmenar de Oreja, 7 de
Febrero de 1942
El ALCALDE
Román, con el traje de faena de los Batallones
Disciplinarios de Soldados Trabajadores.
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En
Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) lo utilizaron para construir los dos búnkeres de
guerra de esta localidad, que defendían la entrada del Guadalquivir en su
margen izquierda, y los tres del otro lado del río, en la zona conocida como
Malandar, en el Parque Nacional de Doñana. Estos búnkeres formaban parte del
cordón defensivo que Franco mandó construir durante la II Guerra Mundial desde
el Campo de Gibraltar hasta Huelva, en previsión de un posible desembarco de
las tropas aliadas en estas costas. Terminadas estas construcciones es enviado
al campo de concentración de San Juan del Puerto, y de allí al campo de
Mazagón, situado en las inmediaciones del faro de El Picacho. Durante su
estancia en este campo participó en la construcción de los seis búnkeres de
Mazagón y en la carretera de esta localidad a Palos de la Frontera.
Los Búnkeres no
tuvieron ninguna utilidad, ya que el temido enemigo nunca llegó, pero en el
campo de concentración de Mazagón murió mucha gente por el agotamiento, el
hambre y las enfermedades. El paludismo o malaria hizo estragos entre los
prisioneros y la tropa. Esta enfermedad si no se detecta y trata durante las
primeras 24 horas puede terminar con la vida del enfermo. El único remedio para
combatirla era la quinina, unas pastillas amarillentas de sabor amargo.
Los
soldados convivían en el campo con los presos políticos, comían el mismo rancho
y pasaban las mismas calamidades. Román, como el resto de sus compañeros lo
pasó mal en el campo de Mazagón; el trabajo era duro, la disciplina muy
estricta y la comida mala y escasa. Sobrevivieron gracias a la ayuda que
recibían de familiares y vecinos. A veces ayudaban a los pescadores a jalar de
la red de jábega, un arte de pesca tradicional que requería mucho esfuerzo para
arrastrar el pescado a la orilla; a cambio, los pescadores les regalaban un
pequeño rancho de pescado, todo un banquete del que disfrutaban ese día.
María Cerezo Cabrera, esposa de Román. |
La tensión y la
disciplina en el campo de concentración de Mazagón fue disminuyendo con el paso
del tiempo y el avance de los aliados en la II Guerra Mundial. En el verano de
1943 el peligro de la invasión de las tropas aliadas a las costas españolas
desapareció, ya que tomaron rumbo hacia el Mediterráneo central, desembarcando
en Sicilia. Los soldados y los presos políticos de Mazagón fueron acuartelados
en Palos de la Frontera, primero en el corral de Pepe Gutiérrez, detrás del
Ayuntamiento (hoy aparcamiento público), y luego en una antigua bodega situada
en la actual Plaza de la Audiencia, más conocida en el pueblo como “Plaza de la
Peana”. La bodega fue adaptada con varios barracones para albergar a la tropa y
a los presos políticos. Román estaba destinado en la cocina de los mandos
militares. Tanto los soldados como los presos empezaron a disfrutar de otro régimen,
saliendo y entrando del acuartelamiento y moviéndose entre la gente del pueblo
con total libertad.
Algunos
soldados y prisioneros entablaron relaciones de noviazgo con las jovencitas del
pueblo, unas relaciones que no estaban bien vistas por los propios vecinos y,
mucho menos por los padres y familiares de las chicas, pues temían que cuando
se licenciaran o fueran puestos en libertad se marcharían a sus pueblos y no se
acordarían de ellas jamás, quedando condenadas a no tener una nueva relación (según
la mentalidad de antes se quedaban para vestir santos o casarse con un viudo). Había
un dicho en Palos que se hizo muy popular en aquella época, que decía: Para San Jorge no hubo luz, para la Virgen no
hubo fuegos, y por eso las pobrecitas se quedaron sin prisioneros.
Hubo quien vino a dar
la razón a aquel dicho, y las jovencitas que se habían quedado sin novio
sentían herida su dignidad. Otros, sin embargo, no decepcionaron a sus parejas
y llegaron hasta el altar. Antonio el
Largo, natural de Granada, se casó con Manolita Muriano; un catalán llamado
Salvador Montserrat, se casó con Milagros Garrocho; Jacinto Blázquez, de Cuevas
del Valle (Ávila) se casó con Esperanza Millán Cerpa, y el protagonista de esta
historia, Román González González se casó con María Cerezo Cabrera. «Cuando los
soldados y prisioneros vinieron de Mazagón a Palos yo tenía 14 años —recuerda
María—, poco después me fui a trabajar a Huelva, y dos años después regresé a
Palos y conocí al que luego sería mi marido. A los seis meses de novios lo
licenciaron y se marchó a Colmenar de Oreja, su pueblo. Nos estuvimos carteando
durante tres años, aunque él vino a verme a los dos años, y al siguiente año
nos casamos. Fue el 10 de junio de 1948, yo tenía 19 años. Dada la distancia
que nos separaba, los trámites de la toma de dichos la hicimos por poderes. Nos
casamos en Palos y luego nos fuimos a vivir al pueblo de él», concluye María. Curiosamente,
casi todas las chicas que se casaron con soldados o prisioneros terminaron
marchándose a los pueblos de sus maridos.
La sorpresa de María
fue mayúscula, cuando al recoger el libro de familia se encuentra que su
segundo apellido había sido cambiado por el segundo de su padre. «Fue cosa del cura
que nos casó, uno que era de Moguer, porque mi madre estaba separada y “vivía en pecado” con mi padre», dice María.
En Palos no había agua
potable, y a pesar de que casi todas las casas tenían pozo, el agua no era
salubre y no servía nada más que para fregar. Los presos iban a por agua desde
el acuartelamiento hasta un pozo que había cerca de donde hoy se encuentra el
bar El Quinqué. En Palos se quitaron
el hambre que llevaban de Mazagón, ya que la comida era abundante y buena.
Román González falleció
el 2 de enero de 1988, de una insuficiencia respiratoria. Su esposa, María
Cerezo Cabrera tiene en la actualidad 88 años y vive en Colmenar de Oreja
(Madrid).
José
Antonio Mayo Abargues