DESPUÉS DE TREINTA Y TRES AÑOS DE PERMANECER OCULTO SE ENTREGA A LAS AUTORIDADES
Plaza del Marqués (Moguer) |
Sus primeras horas las
ha invertido en contemplar la naturaleza
La
Vanguardia, 8 de julio de 1969
Moguer, 7. — «Me informé del indulto a través del periódico
que diariamente me traía mi hermana Esperanza. Sentí tal alegría…» La emoción y
el llanto interrumpen la frase de Manuel Piosa Rosado, de 58 años de edad, que
durante los últimos treinta y tres de su vida ha permanecido oculto. Desde que
las tropas nacionales entraran en Moguer el 29 de julio de 1936 y él tuviera
que huir por razones políticas.
«El Lirio», con cuyo apodo es conocido Manuel Piosa
Rosado, ha declarado refiriéndose a sus actuaciones políticas en las que se
destacó: «Yo era muy joven y me dejé engañar».
En principio huyó hacia los terrenos del coto de don José
Flores —donde se encuentran las playas de Mazagón— en unión de otro compañero,
Isidoro González, del cual se separó cuando un año más tarde vino a refugiarse
en casa de su hermana, donde ha permanecido hasta ahora.
Treinta y tres años es un periodo de tiempo demasiado
largo. En él suceden muchas cosas y Manuel Piosa perdió a sus padres y a una
sobrina carnal, hija de su hermana Esperanza, quien en unión de su esposo
Gabino Martín González, le ha ayudado constantemente y han sido unos segundos
padres. Precisamente nos cuenta que, con motivo del fallecimiento de su padre,
pasó por uno de los momentos de mayor peligro durante su vida de huido.
«Por algunas razones, la puerta de la casa se cerró y
esto dio motivo para que las gentes del pueblo comentaran que el fin de este
cierre era que yo pudiera asistir al duelo de mi padre. Informada la Guardia
Civil acudió a hacer un registro. No pueden imaginarse cuál fue mi pánico. Tuve
que introducirme en el doblado de la casa, entre dos muros y con la escopeta
cargada debajo de mi barbilla. Estaba dispuesto a quitarme la vida en cuanto me
descubrieran.»
Hubo más momentos difíciles. Para ellos ya había
construido en la cuadra de la casa, al lado de una cochinera, una cueva
pequeña, de 0,60 metros de alto, 0,70 metros de ancho y dos metros de longitud.
La entrada estaba disimulada por montones de paja y estiércol. El mal olor
reinante es fácil de presumir y resulta difícil creer que este hombre, en los
treinta años largos que ha permanecido viviendo en aquella cuadra, no haya contraído
enfermedad alguna.
«Ni un simple refriado. Puede usted creerlo. Lo peor
hubiera sido esto, por tener que avisar al médico. Afortunadamente no surgió
este tipo de complicaciones.»
Su vida era la de un huido. A veces el temor no le
permitió ni comer. Escapando siempre a la mirada de los extraños, sin salir
para nada de la cuadra y teniendo que introducirse en muchas ocasiones en la
cueva construida para ello y que apenas puede contener a un ser humano.
«Aquello era un verdadero ataúd, pero se prefiere siempre
cualquier cosa cuando se está empujado por el pánico. No olvidaré nunca cuando
estuvieron haciendo obras en la casa y durante el tiempo que los albañiles
trabajaban yo tenía que permanecer encerrado. Diez horas diarias. Allí apenas
si podía moverme. Cuando al fin se iban era como volver a la vida.»
No conoce la televisión, sólo las antenas que se ven por
encima de los tejados. Tampoco el cine; tan sólo una vez, en el año 1935, vio
media función y el resto no pudo verlo porque comenzó a arder la máquina. Su
padre era contrario a los ruidos y por ello tampoco conoce la radio.
Ahora tendrá tiempo de todo esto. Con cincuenta y ocho
años, no puede dudarse porque se ve en su semblante, tiene una verdadera
ilusión por vivir. Después de treinta y tres años de encierro, puede volver a
caminar por las calles moguereñas.
Su consejero durante estos últimos días ha sido su
sobrino, el reverendo Antonio González Piosa, actual coadjutor de la Parroquia
de La Palma del Condado, que le ha aconsejado sobre su forma de actuar en este
su segundo nacimiento.
—¿Cómo han sido sus primeras horas de libertad?
—He querido volver a
contemplar la naturaleza y esta mañana, a las seis me marché al campo. Al
enfrentarme con ella sentí la misma sensación que debe tener un pajarillo al
que abren su jaula. Recordé en esos momentos el regreso a España de los
repatriados del «Semiramis», que antes de llegar al puerto de Barcelona
lanzaron sus gorros y otros objetos al agua.
—¿A
qué se ha dedicado usted en los años de encierro?
—Leía la prensa diaria. Así estuve en contacto con lo que
sucedía en el mundo. Trabajé también. Hice dulce de membrillo, aliñé aceitunas
para la tienda que mi hermana tiene en esta misma casa, arreglaba sillas de
eneas y lié cigarrillos en los tiempos de escasez.
—¿Qué proyectos tiene para el futuro?
—Antes de nada haré cuidar mi vista. Ha enfermado debido
a la escasez de luz existente en la clase de vida que he llevado. Después…
La emoción vuelve a interrumpir al señor Piosa. El llanto
ya no le permite hablar. Así, cargado por la emoción y los recuerdos de viejas
incertidumbres, queda un hombre de tez blanca y barba crecida, dispuesto a
reemprender la vida que interrumpiera hace treinta y tres años. Un sueño largo,
una pesadilla, a la que le ha llegado un despertar venturoso. — Cifra.