Los
restos del buque galés, que salvó la vida de miles de refugiados vascos durante
la Guerra Civil, siguen sumergidos en Mazagón
También los barcos, como las
personas y sus objetos, como sus casas o las calles y los edificios de una
ciudad, tienen memoria. Silenciosos testigos, algunos, y activos
protagonistas, otros, de vidas comunes o de aventuras excepcionales. De esas,
de las extraordinarias, y de un barco extraordinario por lo que hizo, por sus
recuerdos, trata esta historia.
La memoria del Sarastone
comienza en la pequeña localidad galesa de Llanelli en 1929. Construido
por el astillero Burntisland Shipping Company, fue el buque más grande de
la naviera Stone and Rolfe, cuyos nueve barcos, casi todos pequeños,
comerciaban desde los puertos del sur de Gales hasta Europa. En esa tesitura,
pese a tratarse de un vapor de tamaño mediano (con 2473 toneladas de peso y
cuatro bodegas), el barco era el niño bonito de la compañía y un asiduo
visitante de los puertos españoles, también del Puerto de Huelva. Desde su
botadura y hasta finales de los años 30 del siglo pasado estuvo capitaneado por
John Jones -más conocido como Ham and Eggs Jones-, un viejo marino
que, después de la I Guerra Mundial, decidió fichar por una compañía
pequeña con la disfrutar de un retiro dorado. No tuvo la tranquila vida que
esperaba, o al menos no durante la primavera y el verano de 1937. A sus sesenta
y dos años, cuarenta y siete de ellos en el mar, los meses de abril a julio de
aquel año terminaron siendo incluso más agitados que los que había vivido en la
contienda mundial porque otra guerra, la Civil española, se había cruzado en su
camino.
En
el otoño de 1941, Huelva, uno de los puertos de destino habituales del
Sarastone, era por entonces un hervidero de actividad militar secreta. Su
potente minería estaba a manos, fundamentalmente, de los ingleses, así que los
movimientos de sus buques eran seguidos con lupa por los espías alemanes
de la zona, liderados por Adolfo Clauss.