En
el pasado siglo la mayoría de los carabineros destinados en los diversos cuarteles
de la costa de Doñana: El Inglesillo, Torre Zalabar, Torre Carbonero,
Matalascañas, Torre la Higuera, Mata del Difunto, El Asperillo y Torre del Oro,
eran enviados allí como castigo por expedientes disciplinarios o poca afinidad
al régimen. El Cuerpo de Carabineros fue siempre una institución de tendencia
izquierdista que a Franco no le gustaba demasiado, y fue por eso que en 1940
desapareció como tal, integrándose en la Guardia Civil.
Estos
carabineros vivían en condiciones infrahumanas, lejos de la humanidad; solo
veían mar, dunas y alacranes. No todos tenían la suerte de vivir en casas de
obra, muchos tenían que construir sus propias chozas con una estructura de pino
y cubiertas de material vegetal. Los víveres y el correo lo recibían una vez a
la semana, si el tiempo era bueno. Subsistían a duras penas, soñando que un
día les llegaría la hora de la jubilación y podrían volver a sus pueblos con sus gentes.
Pero
el futuro que les esperaba era otro muy distinto. Los que no conseguían escapar
de aquel terrible infierno en los primeros años de destino —que eran pocos, los
más jóvenes—, estaban condenados a dejar sus huesos en las arenas de Doñana.
Cuando
estos guardias se jubilaban se sentían atrapados por el entorno en el que
habían pasado tantas calamidades. Después de muchos años realizando siempre el
mismo trabajo de vigilancia costera, no era fácil emprender una nueva vida en
sus pueblos de origen y decidían quedarse por la zona y montar un rancho para dedicarse
a la pesca, a criar cabrás y gallinas o a sembrar un huerto.
Cuenta
Juan Villa en Voces de La Vera, que
uno de esos carabineros, tío Germán, cuando dejó de vestir el uniforme, se
asentó con su familia en el paraje conocido como Las Poleosas para dedicarse a
estas labores, y nunca le faltó leche, carne, verduras, legumbres; además de
pescado, ya que el mar estaba cerca de su asentamiento, al otro lado de las
dunas del Asperillo. El excedente de estos productos era moneda de cambio para
comercializar con ellos en los poblados próximos.
Tío
Germán era un personaje curioso del que se contaban muchas historias por
Doñana. Según Villa, una de las más sonadas era la de los tres pellejos de
cabra con monedas de oro que se encontró, siendo aún carabinero, tesoro que
decía haber escondido y del que, de vez
en cuando alardeaba ante los demás, mostrando un puñado de monedas. Sus hijos
se pasaban el día detrás de él para ver si daban con el escondrijo. Cavaron
por todo el huerto, por la playa y por los lugares donde su padre solía
detenerse con frecuencia. Pero nada, que el tesoro no aparecía.
Una
tarde, el Guarda Mayor del Coto le dijo que por qué no les decía de una vez a
sus hijos dónde tenía escondido el tesoro, a lo que tío Germán contestó: Que caven, que caven, así trabajan esa
partida de flojos.
En el Coto tenía fama de testarudo, y así lo demostró hasta sus últimos días. Tío Germán murió llevándose el secreto a la tumba y dejando a sus hijos con el azadón en la mano, en busca del tesoro que nunca apareció.
José Antonio Mayo Abargues