El puerto de Huelva
Artículo publicado en julio de 1926 en la revista España Marítima (Biblioteca Nacional de España)
Transcripción del
artículo
Desde el Monasterio de Santa María de la Rábida vio Colón la América fabulosa. España, ciega, no ve que Huelva es uno de los puertos más hermosos y más importantes del Océano. Si Huelva estuviera unida a España y a Europa por importantes vías; si al puerto se le diera cuanto ha menester; si Huelva tuviera la protección del Estado y la de sus hombres y supiera darse cuenta de su privilegiada situación, a buen seguro que en poco tiempo sería uno de los puertos más importantes del mundo. Está en la ruta de América y es el puerto más seguro que se ofrece a los navegantes. Tiene una gran base comercial y un claro porvenir. Pero Huelva, un poco arrinconada sobre la frontera portuguesa, deja pasar los días y los años... Vive de su glorioso pasado. Lo futuro, o no le interesa, o no lo adivina. Esta población, brillante, como hecha con el cobre de sus minas, sueña, como toda Andalucía. En vez de tejer su futura grandeza, se entretiene en destejer, ante los ojos extraños, su grandeza pasada... Los esfuerzos que realizan unos cuantos hombres, perfectamente orientados, caen en el vacío.
Muy cerca de Huelva, Ríotinto es como la inmensa boca de un infierno; la riqueza está debajo de la tierra. Más allá de Huelva, por la costa, está Isla Cristina, la Isla de Arena otros días, península hoy fantástica e inverosímil, que las mareas besan, y donde la actividad del hombre, para ejemplo del hombre, creó una gran riqueza sobre la arena...
Huelva es, a pesar de esto, una ciudad olvidada en la costa. La descubrió Colón antes que América. Después la han descubierto los ingleses. Si creció un poco no fué por su voluntad, sino porque el cobre de sus minas y la plata de sus peces dejaron algo al paso... En Huelva, además de estos problemas esenciales, existe, como en toda la costa, el problema del pescador. Aquí es también analfabeto el hombre del mar y vive al margen de la civilización, explotado por «lobos de tierra». Los «lobos marinos», que se levantan sobre sus endebles embarcaciones para amedrentar al Atlántico cuando se enfurece, tiembla ante el explotador. Les dan la pesca capturada tras de infinitas zozobras y perciben un miserable despojo. A éste le llaman ellos «ir a la parte». La parte del pescador es siempre la pobre vaca flaca.
El pescador es víctima de dos influencias en pugna: el mar le arroja a la playa; la tierra, al mar. Se inscribe al nacer en el Registro civil. Por este acto queda sujeto a las leyes de la nación. Pero la nación lo olvida, y él, en venganza, olvida su nombre. El pescador tiene un apodo siempre. El Estado, a cuenta de este nombre, hace sus estadísticas, sus inscripciones; opera a base de un súbdito, a quien, por el hecho de estar sometido a cumplir deberes para con la Patria, debe ofrecerla las garantías de las leyes. Sólo que luego se olvida de sus deberes, y el pescador hace lo que puede para eludir los suyos. Los millares de pescadores que hay repartidos por las costas incorporados a la vida civil en todos sus aspectos, explotando el mar científicamente y sirviendo de avanzada al progreso del país, prestarían un concurso extraordinario de España. La nación, sorda ante sus dolores, los ve luchar insensiblemente. El esfuerzo que realiza la Caja Central de Crédito Marítimo para cooperar a su redención es digna de aplauso; pero no basta. Nos hemos acostumbrado a verlos sucios, desgreñados y fieros, luchar con los temporales. Leemos indiferentes la crónica de los naufragios, sin pensar que la familia del pescador muerto en lucha bárbara con el mar no percibe indemnización alguna. Además, no tenemos piedad de él porque es borracho; porque si no muere en el mar, muere alcoholizado. Este es gran crimen. El alcohol lo tiene en pie sobre la barca. Come o no, según la pesca es buena o mala. Bebe por necesidad, para rendir su larga jornada.
Con diez céntimos no se compra un pan; pero se compra un poco de alcohol. Es preciso darle el pan que necesita antes de arrebatar de sus manos la copa de aguardiente. El no tiene la culpa de que sus explotadores, a cambio de su rudo trabajo, le ofrezcan diariamente un poco de veneno...
RODOLFO VIÑAS