Javier Moyano Jiménez Rodríguez
22 de julio, 2024
Me da penita pisar la orilla debajo del rancho sabiendo que el chiringuito de los Pichilines, la antigua "Casa Julia", no va a volver a abrir después de más de un siglo dando comidas y bebidas en lo alto del meano. Me da penita porque he pasado allí muchos momentos especiales, porque soy cliente y amigo de la familia desde la adolescencia y porque era el suyo el último bastión, el último reducto con alma en esta playa cada vez más artificial e incomprensible. Un sitio inaccesible casi, alejado de todo y donde parecías transportado en el tiempo a veranos enterrados por el salitre de los recuerdos. Unos camaleones por los arriates o una inmensa costilla de ballena en la puerta se integraban a la perfección con su cuidada decoración a base de viejas artes de pesca, desmogues de ciervo, mandíbulas de marrajo o los caparazones más grandes y extraños.
Don Ricardo Pichilín -mil veces grande de España- oriundo de Sanlúcar y casado con una bollullera, te recibía a pecho descubierto, con su pitillito y su barba blanca, y te saludaba con su voz de alcatraz ronco. Una jarra de cerveza helada, engullida de un trago nada más llegar, sin sentarte siquiera, ayudaba bastante a sumergirte en esa atmósfera feliz y despreocupada. Allí los chocos se freían enteros y de una forma especial: sin harina y zambulléndolos un instante muy muy fugaz en un aceite muy muy caliente. Y los pescados (bailas, anchovas, corvinas...) dependían de cómo se había dado la mañana. Allí la manzanilla era en rama y de la otra orilla del río, y los cubatas se pedían por botellas y se acompañaban de pepitos con nocilla. Allí siempre fuimos a darlo todo y a ser felices. Mirabas a tu alrededor y sólo veías hippies y gente respetable, aunque aparecían de cuando en vez personajes como Carlos Herrera o Carmen Martínez-Bordiú, hartos quizá de tantas etiquetas y pitinimís. El Arcángel y el Lombo eran habituales. Y recuerdo una tarde haberme emborrachado con Miguel Delibes, cuando era director de la Estación Biológica, que cayó por allí con un grupo de voluntarios que estaban anillando flamencos en Doñana y que tocaban canciones cubanas y fumaban las cosas de Ketama. Ya de vuelta, el hijo del gran escritor castellano, de lao a lao subiendo la duna, se partía de risa con las ocurrencias de mi compadre Alvarito.
Y así eran las cosas por allí hasta este verano... Años llevaba el mar, en su acción caprichosa, dándole bocados al meano en esa parte. Tanto la combatió que llegó a sacar un sustrato plagado de pisadas de extintos animales prehistóricos y hombres de Neardental: las huellas del Pleistoceno superior más antiguas descubiertas en el mundo a los pies del rancho de los Pichilines. Pero esto sólo fue una anécdota para ellos, que veían en cada tormenta, en cada nuevo envite, cómo la marea les arrancaba poco a poco el suelo sobre el que se asentaban su hogar y su forma de vida; con la imposibilidad, además, de poder arreglar apenas nada por estar enclavado en pleno Parque, aun siendo más antiguo que el propio Parque. Las cozas...
Dejo para el final al alma del negocio, a mi querida amiga Marianela, la hija de Ricardo, siempre atenta, amable y trabajadora como ella sola. Y siempre dispuesta a hacernos una tarta, a guardarnos esa mesa que tenía las mejores vistas o a traernos y llevarnos en su furgoneta pick up ("Eso no lo pidas, pide esto", "Hoy tengo langostinos", "Javi, cuando vengas de pescar, sube a verme y te invito a un cafelito"...) Mantengo con ella una preciosa amistad que espero conservar toda la vida. A ella le dedico estas líneas como homenaje a su casa y a todo lo que en ella he vivido. Y le mando un abrazo apretao y un beso grande, tan grande como un chocopapa.